lunes, 13 de agosto de 2012


BARCELONA: UN LUGAR PARA ENAMORARSE COMIENDO.



Una vieja cazuela de barro, terruño de culturas pasadas, tostada por el fuego, salinidad mediterránea, un chorro de virginal oliva, vetas azuladas de ola pescadas con luna, maquillaje de pimentón dulce ambrosia y una danza de arroz en flor. Eso se cuece en Barcelona, y se hace en sus rincones sencillos, pétreos y marinos.

Al viajero glotón y ávido de perfumes gustativos que se acerca a esta villa, lo reciben sus campos de alcauciles, flor reina de la cocina española. La imaginación acelera las papilas gustativas: asadas, fritas, estofadas, salteadas, conservadas, enlatadas, en definitiva disfrazadas de humildes ,son en realidad majares de Olimpo.
Pongo rumbo a la Rambla a cumplir con el bagre, y eso se traduce en un salteado de porotos de oro y chipirones sutiles, que bailan en una pista de hierro ardiente. Se terminan las palabras y solo una copa espumosa de cava, me aterriza de nuevo. Estoy en la Boqueria, templo helénico de los mercados. Mosaicos gaudinianos de frutas de diez mundos, pescados vestidos de plata tallada de escamas, pero sin duda una estrella, la joya de esta época. Surgida como un tesoro de lo profundo, la trufa de verano. Perfumista enraizado y oculto al sol estival, se sabe diamante terroso y es amante perfecto de un huevo de campo escaldado y patata dorada de sol y fritura.
Descubro un virtuoso violinista que virutea jamón de bellota, Stradivarius de los embutidos. Solo este semidiós porcino de las dehesas extremeñas, podría ofrecer un tributo capaz de transformar en Nirvana, a un simple trozo de pan barnizado de aceite y tomate.
Me pierdo en laberintos de historia y piedra. Cerca de la Catedral, me seducen unas anchoas del Cantábrico. Son casi cárnicas, voluptuosas, emiten cantos de sirena y tienden a embrujar, con la ayuda de un elixir convertido en vermut.
Con una ligera alegría sensorial, me fue imposible no rellenar el cáliz varias veces, dirijo mis velas al mar, en sentido opuesto a cualquier racionalidad náutica. Llego a una isla perdida de mesas y sillas, atestadas de náufragos del buen comer. Todos en busca de un tesoro, caviar de las marismas, fruto de las salinas, sin duda la emperatriz de longevas leyendas culinarias: el arroz. Acunado en calderos ardientes, mimado por azafrán de estepa malagueña, sobornado por un bogavante salvaje y pirata, quizás un pimiento ruborizado o rebelde e incluso unas habas adolescentes de insolente sabor. Quien no quiere compartir plato, quien no sueña con fundirse en su nácar. Yo doy cuenta de uno digno de druidas: arroz caldoso de bacalao y verduras. Sinfonía de huerta y mares norteños con destellos de canela y romero.
En mi boca la cuchara me desmonta, me desarma, me esclaviza a este puchero. Un persuasivo txacolín, diluye sus aromas y acidifica lo justo, para no vender el alma por la simpleza de un guiso.
Con la escasa resistencia que me resta, encaro la estrecha travesía que separa del diáfano laberinto de la Cuidad Vieja. Y todo con el propósito de sobornar el paladar, por la cosecha del buen yantar. Un cremadet a esta hora, supone el séptimo cielo. Capas de hojaldre envuelven un tesoro cremoso de huevo y leche como los de antes, como cuando todo era más. Un velo vidrioso de azúcar quemado en la fragua de una artista, viste de gala un punto amarga y de equilibrio perfecto. Crepita al morderlo, se funde, la vainilla camina en la lengua; endulza un suspiro.
La merienda parece imposible a esta altura, pero el andar es milagro. Cielos de Gaudí recortados de nubes imposibles, empedrados calcáreos de Imperio, puertas de bosques del medio evo, gentes sin tiempo, otros sin prisa, los hay con todo o sin nada. Es la ciudad melómana, ecléctica y latina. Para perderse por encontrar.
Y mis pies autómatas andan pidiendo sosiego. Para ello, mejor bajar a un submundo, a un refugio, catacumba culinaria de monasterios. Si, es cierto no dudéis, en plena urbe y vorágine. Un lugar donde la telefonía fracasa y la piedra atrapa. Ocho mesas escondidas de Google, posts y otras trifulcas de este siglo. Aquí solo funciona el alma. Y para tenerla contenta, pido unos pestiños castellanos de convento, regados con vino dulce de misa, el mismo que toma la curia, y con toda razón. Pero entre tanto manjar litúrgico doy rienda a unas pecaminosas trufas de nuez, aunque aquí todo perdona, tiene bula.
Reaparece el mundo ya teñido de noche y solo las luces fueguinas de incandescencia, me llevan las riendas. A donde, ellas lo saben. A esta hora abre puertas una meca. Un lugar donde la ventresca de atún escabechada es honesta y no miente. Encerrada en su casita de lata, fluye perfecta con cerveza de trigo, dos croquetas de abuela y un pan del mismo diablo que condena a comer sin apenas pausa.
Y por que todo termina, un café es un amigo. Mi elegido, picardía melosa y alcohólica, que sirve un mesón de otra época.
Sin duda, Barcelona es mi ciudad, un lugar para enamorase comiendo. Yo ya lo he hecho.

MAPA DEL TESORO.
Porotos salteados con chipirones. Bar Pinotxo. Mercado de la Boqueria. La Rambla, 89.
Anchoas del Cantábrico. Bar- charcutería La Pineda. Calle del Pi, 16.
Arroz caldoso de bacalao y verduras. Restaurante Set Portes .Paseo Isabel II, 14.
Cremadet. Pastelería Escribà. La Rambla, 83.
Pestiños castellanos y vino de misa De Muller. Caelum. Calle de Palla, 8.
Ventresca de atún escabechada. El Xampanyet. Calle de Montcada, 22.
Picardía (café, leche condensada y coñac). El mesón del café. Calle Libreteria, 16.



Atún rojo. Mercado de la Boqueria.


















Bacalao. Mercado de la Boqueria.












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