martes, 6 de septiembre de 2011

SCONS EN LA INDIA 
Reflexiones Gastronómicas
El periodo de colonialización británico en la India, es sin duda uno de los momentos más cómicos en la historia de la gastronomía cultural. Y es que los sirvientes de Su Majestad  adquirieron infinidad de platos  y recetas de la milenaria cultura india, para suplir los sin sabores de su cocina...

Y eso es debido a que la cocina inglesa, tiene el honor de ser una de las más espantosas de nuestro sistema solar. Recuerdo como en un  viaje a Londres, (mi estomago también), tuve que sufrir el primer y último  Fish and Chips. Vaya mierda de receta, trozos de algún pescado, sinceramente creo que alguna ballena muerta varada durante la conquista del Polo Norte, rebozado en trozos de papel de wáter teñido con cúrcuma , aderezado con aceite  y vinagre con un fortor parecido a la bilis de dragón. Lo remataban unas patatas fritas a las que las que no les hacían la  prueba del carbono catorce, por miedo a que sean anteriores al Homo Sapiens. Eso y la cara de besugo desteñido del vendedor, me provocaron un ardor de estómago que despobló mi cuerpo de flora intestinal, por suerte me quedó la fauna intestinal, sino me voy Támesis abajo. Solo los bocadillos de calamares que sirven en Madrid pueden igualarse, claro que hay que decir en su defensa, que los madrileños a la hora de hacer bocadillos siempre han sido unos inútiles. Pero claro, tienen otras virtudes culinarias, en cambio los ingleses no.
Con un plato nacional así es fácil entender ciertas cosas, como por ejemplo Margaret Thatcher, la tía era más amarga que la hiel, debido seguramente a que consumía enormes cantidades a todas horas, bueno ella o su muñeco de Spitting Image porque era imposible de diferenciar. Sin embargo hay quien minimiza los riesgos gastronómicos del recetario imperial. La Reina Madre, otro  ejemplo del aquelarre británico, limitaba su dieta diaria  a medio quilo de queso Stilton y una botella de  ginebra, ósea  bruja sí, pero de tonta nada.
La India, acudió para fortuna de la Corona al rescate, y les dio numerosos platos para su glorioso recetario. Pero  se lo cobró bien. Los militares destinados en la Compañía de las Indias lo sufrieron  en carne propia.
Los altos mandos, siguiendo con sus costumbres, porque los ingleses son capaces de llevar esto a un extremo que roza la demencia, celebraban fastuosos banquetes como si estuvieran en la campiña   de Yorkshire . El panorama era dantesco; una mesa de veinticinco platos distintos, sazonados  con cantidades de picante suficiente para provocar la inanición del paladar con solo exhalarlo, sumado a unas condiciones ambientales extremas: 50°C  a la sombra  y  humedad del 200%. Una nube de bichos de los más variados tamaños y colores  revoloteando en la mesa y picando cualquier pedazo de piel blanca, que dejara al descubierto  el  smoking de lana merino, en el que el coronel de turno con un peso aproximado de 130 quilos, se había enchufado. Todo esto, con  cuatro o cinco litros de vino de jerez  encima, una botellita de aguardiente para aliviar la añoranza de la madre patria y un partidito de criquet al sol al terminar de comer a las tres de la tarde, convertían estos festines en una ruleta rusa. El que no espichaba en el momento, quedaba más idiota de lo que ya de por sí puede ser un inglés haciendo turismo.
Claro que los soldados lo pasaban peor. La latita de salchichas isleñas que recibían, completamente  abombada  y a punto de explotar por una superpoblación de bacterias, constituía su plato principal. Este se acompañaba del arroz especial  del cocinero; preparado con  doscientos litros de  agua del arroyo  por el que fluían todos los excesos gástricos del campamento , un  raido uniforme de la guardia nacional para dar un poco de substancia , un puñado de ébola, un chorrito de disentería, una pizca de fiebre tifoidea y 25 Kg de curry picante a rabiar. Esta dieta provocaba la fusión de todos y cada uno de los esfínteres de la Compañía.
Claro que con la llegada de  las ladys a su nueva colonia, el panorama empeoró, drásticamente. Estas desoyendo cualquier racionalidad, decidieron poner en práctica el tipo de comida que estaba de moda en aquel momento, la francesa. Joder, éramos pocos y parió la abuela. Os podéis imaginar que lo único que le faltaba a esta dieta tan frugal, era un barco lleno de mantequilla. Reproducir la fastuosa repostería gala, fue una tarea titánica y hay que reconocer el valor de ellas al intentarlo.
Las mousses, eran efímeras; al primer calor del día  se convertían en sopitas imbebibles azucaradas, mal aprovechadas como desmaquillador. Podéis imaginaros con semejante chicharrera como quedaba el maquillaje de dos centímetros de espesor, el cual pretendía disfrazar a unos especímenes que eran para salir corriendo.
 Los hojaldres cocinados en hornos alimentados con estiércol de buey, tenía la misma  esponjosidad y aeración  que una suela de zapato viejo. Los profiteroles parecían hechos con  prensa hidráulica en vez de con manga pastelera. Y la crema Chantilly, producto del calor sofocante en el que se llegaba en las cocinas, se cortaba en cuestión de segundos, obteniendo una ricota francamente incomible por el nivel de acidez y los mosquitos asfixiados en su interior,  fruto de la fermentación  acética.
La créeme brulé, en cambio tenia sus ventajas, solo había que  exponerla a los rayos del sol y el brulé se producía de forma espontanea, claro que al pobre desgraciado que bajo los efectos del alcohol, decidía probarla también se le producía un buen brulé en el estomago.
Todos estos despropósitos fueron consecuencia de la intransigencia cultural británica. Nunca supieron apreciar la excelente cocina hindú, eso sí una vez más, hicieron reír al mundo un rato. Por eso, si os queréis divertir, os recomiendo un libro extraordinario. Los sabores del Raj. Viaje gastronómico por la cultura angloandina, de David Burton y la  editorial Zendrera Zariqueiey. Descubriréis lo integrista que hay que ser, para comer scons en la India.

  

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